viernes, 29 de mayo de 2015

Parte del libro de o país das bestas :)

-Hombre- dijo el gordito. Daniel se dió cuenta de que en la mano tenía la escopeta aún humeante. Era una escopeta pequeña, de balines, de las que se tenían en casa para que jueguen los niños y para espantar bichos pequeños. Aquella escopeta no podía matar a ningún caballo, sus balines no podían agujerear, ni siquiera herir, aquellas pieles tan duras. Daniel entonces se sentía tonto por no reconocer desde el principio aquel pequeño sonido , apagado, que no podía asustar a nadie, a nadie que supiese conservar un mínimo de frialdad en su cabeza y no a perderse después de pasar un año entero sin hablar con nadie-Te estábamos despertando no es así?- preguntó retóricamente moviendo la cabeza hacia los compañeros. Ellos asintieron con una sonrisa sardónica que no quedaba bien en sus caras de campesinos. El más guapo  abrió la boca mientras asintía y Daniel pudo notar como llegaba a su nariz un olor a aguardiente que lo inquietó aún más.

-Te estábamos esperando para hacer la rapa- continuó explicando el gordito. Daniel intentó acordarse como se llamaba, pero no logró dar con su nombre que en aquella memoria que ahora imitaba los desórdenes del monte, y la sensación acabó de desasosegarlo- y ciertamente que te encontramos - y con tus amigos- añadió mirando de reojo hacia los caballos. La ojeada confirmó a Daniel lo que sospechaba desde hacía no poco tiempo que para algunos jinetes los caballos tenían mucho menos valor que las cuerdas viejas con las que eran dominadas en los días de curro- va a salir una buena rapa con todos estos animales, si- y aquella vez no miraba hacia los caballos si no para Daniel.

Daniel posó la mirada en el horizonte. Los caballos estaba allí, seguramente espantados aún por el sonido y el olor del tiro, espantadas de ver tres figuras humanas que no caminaban junto a ellas como él hacía, sino que alardeaban de su condición de hombres y no perdían ocasión de demostrarla con el mayor ruído posible. Y detrás de los caballos, con más miedo aún consiguió ver otra silueta familiar. Era un chico de doce o trece años teñido del desconcierto que da el despertar un buen día en un cuerpo demasiado grande, o quizás despertar en un momento y un lugar demasiado grandes en comparación con todo lo que se vió hasta el momento. Conocía de vista al chico, de verlo en Ermos, de verlo junto al hombre gordito que parecía ahora buscar algo en el saco que llevaba a la espalda uno de los otro dos. Era su hermano. Entonces   recordó el apodo con el que era conocido el más viejo en la comarca. Miñaxoia. Y recordó también el origen de un apodo tan curioso. Del chico, que venía de una de las familias más poderosas entre los caballistas- se decía que le tenía miedo a los caballos.

-Dejad por lo menos que se defienda, el chico- dijo el tercero de los hombres, el de la expresión de viejo. Daniel no detectó ninguna inflexión de piedad en su voz. Parecía que lo llevaban todo preparado y aprendido de memoria , que antes de salir de casa cada uno hubiese preparado su papel, como en un teatro irónico o en un ritual extraño. También fue artificial la expresión de sorpresa de Miñaxoia.cuando oyó a su compañero interceder por Daniel:

-Defenderse? Los animales no se defienden. Pero si, imos escuchar lo que nos tiene que relinchar este.
Las risas sardónicas de los otros dos también estaban ensayadas, y sonaron más nerviosas que sardónicas. En el obstante, Daniel se sintió herido por ellas. Los animales no tenían derecho a defenderse. Los caballos no tenían derecho a defenderse. Y aquella gente tenía la coraje de llamarse a sí misma caballistas.

Antes de poder reaccionar, notó un dolor agudo, violento en el hombro izquierdo y se estiró instantáneamente de rodillas. El chico moreno, el mejor parecido y seguramente el más nuevo- tería la misma edad que él, calculó- se le allegara por detrás y le retorciera el brazo contra la espalda.

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